miércoles, 24 de diciembre de 2014

¡Feliz Navidad!



Hola… pues otro año más llegan mis fiestas más queridas. Aunque este año se me han venido de golpe, casi sin poder prepararlas. Tenía varias lecturas para reseñar en este mes de diciembre, sin embargo, ha sido un mes de diciembre muy diferente a todos los anteriores así que no he tenido nada de tiempo para poder pasarme por aquí. Pero os puedo decir que he estado dedicándome a aprender y a ser muy muy feliz.
 
Día de Nochebuena de 2013 en Londres
Espero que este año Santa Claus se porte genial con todos vosotros y que os regale maravillosas lecturas pero, sobre todo, salud, mucho trabajo que tanta falta hace y que os dé gente a la que querer y que os quieran mucho.
 
Bola de Navidad que hice en Noviembre (menos mal que fui previsora)
Para mí, yo sólo pido que las cosas continúen por el camino que han tomado este año. Que lo bueno siga yendo a mejor y lo malo discurra por el sendero de una solución satisfactoria.

Escaparate navideño londinense

En cuanto pasen estos días (me refiero a la Nochebuena y la Navidad, no sé qué me pasa con el día de Nochevieja, no me gusta nada… no me como ni las uvas), intentaré ponerme con las entradas que tenía pensadas para principios de diciembre.

Muchas gracias a todos los que habéis pasado por aquí este año, los que leéis sin comentar, los que dejáis vuestras opiniones, los que me enseñáis tantas cosas, los que me dedicáis parte de vuestro tiempo por privado… ¡Gracias de corazón y felices fiestas!

Las fotos son todas mías, las de Londres son del año pasado, cuando me quedé sin volver a casa como el turrón.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Cumbres Borrascosas



No sé si os ha pasado alguna vez,  pero hay veces que todo transcurre tan deprisa que no percibes el paso del tiempo. En mi caso, en el último año y medio los acontecimientos se han concatenado sin cesar, a gran escala: vivencias, cambios, alegrías, decepciones, sonrisas, miedo, crecimiento, llantos, madurez… Me pongo a pensar y tengo la sensación de no haber “vivido” ese año. No sé cómo explicarlo, es como si el tiempo hubiese pasado tan deprisa, o yo hubiese estado tan ocupada, que no he tenido la percepción de que la vida se llevaba un año más. Y no lo digo con ninguna tristeza, al contrario. Estoy feliz, pero hay épocas en que parece que todo transcurre lentamente, como si no sucediera nada en tu vida; mientras que existen otras que vives tanto que no te das cuenta del discurrir de los meses. 
 
Y, debido a ello, tenía dos libros aparcados desde hacía dos Navidades, porque estaba embebida en otros menesteres y los he recuperado estos meses de Octubre y Noviembre. Hoy os hablaré de uno y pronto realizaré una entrada del segundo. 

Ocurrió una fresca mañana de otoño, cuando las estrellas aún palidecían en el cielo y la oscuridad lo cubría todo. Era una cita que había esperado mucho tiempo, más del que me hubiese gustado, pero también por la simple razón de que quería dedicarle a ella mis cinco sentidos. A principios de octubre, cuando las lluvias habían hecho una tímida visita antes de que se instalara de nuevo el calor que reinaría las semanas subsecuentes, me dirigí con ella a dar un paseo por el campo.



Pensé que sería el escenario acorde a Cumbres Borrascosas, que es el nombre que recibe la casa donde se concentra el relato principal de la historia. Caminé con Emily Bronte a la luz de la luna, escuchando de fondo el berrido de los venados que buscaban una pareja con la que aparearse (parece que el fin de todos es buscar alguien a quien querer, ya sea familia, amigos, pareja…). 


Emily, delicada y acostumbrada al frío del Norte de Inglaterra, se muestra alegre y habladora. Me explica cómo la llegada a Cumbres Borrascosas de un visitante llamado LockWood desatará los recuerdos de lo allí vivido. A través de las conversaciones con una antigua ama de llaves de la propia casa, Lockwood irá haciéndose con las claves de las melodramáticas vidas de los habitantes de la finca. 


La autora me acerca, en primer lugar, a la figura de Heathcliff. Un niño huérfano y desamparado que es acogido por el señor Earnshaw, el dueño de Cumbres Borrascosas. Heathcliff crecerá como hermano de Catherine y de Hindley, los hijos de Earnshaw. Sin embargo, nunca tuvo el cariño de nadie más allá que de su salvador. Hindley jamás tendrá la mínima consideración con el chico y lo odiará hasta el fin de sus días. Por su parte, Catherine sí comenzará a ver en Heathcliff un compañero de juegos, de tardes salvajes, de confidencias, de cariño, de amor… 

muerta de miedo ante un jabalí

Transcurridos los años, con Earnshaw ya muerto, las hostilidades en la casa no hacen más que aumentar. Hindley se erige como el señor de Cumbres y Heathcliff comienza a mostrar un carácter huraño y torvo, sobre todo, una vez que su historia de amor con Catherine se ve amenazada por la entrada en escena de la familia Linton, unos vecinos residentes en la Granja de los Tordos.

Y así, mientras los animales se acercan a escuchar el cautivante relato, Emily me desgrana todos los incidentes, los amores de unos, la abnegación de otros,  los miedos, las traiciones, las venganzas, las arrogancias, la sumisión… Una bomba de relojería hecha a base de fuertes sentimientos que jamás podrían haber convivido pacíficamente en Cumbres Borrascosas.

Con las primeras luces de la mañana y la calidez de los primeros rayos de sol que empujan la noche hacia el Este, llega el desenlace y con él, la señora Bronte se despide de mí. Yo tengo que emprender el camino de vuelta sola, pensando en esta historia que te atrapa mientras la estás leyendo y ya para siempre. Pienso en los personajes que más me han impactado: Heathcliff y Hareton (hijo de Hidley Earnshaw). 



Hareton es la muestra de la superación, del amor esperanzado, escondido, cauto y tímido. Es la candidez, nacida salvaje, dentro de la tosquedad de un chico mal querido y peor criado. Heathcliff, sin embargo, es ese tipo de protagonista que a nadie deja indiferente: o le quieres, o le odias. Es un personaje muy completo, con una vileza que desata los peores sentimientos del lector; pero con una lealtad desesperada que produce, en muchas ocasiones, pena. 

Me quedo con muchas cosas que contaros sobre este encuentro con Emily Bronte, a la que me alegra mucho haber esperado y conocido en su  momento oportuno, pero prefiero que (los que no lo hayáis hecho aún) lo disfrutéis sin que nadie os desvele las partes más importantes.

Los paisajes de la caminata que di con Emily distan mucho de ser los páramos descritos en Cumbres Borrascosas. Las fotos pertenecen al Parque Nacional de Doñana, donde fui a pasear aún de noche y a esperar el amanecer. No es Yorkshire, pero a mí me resultó también muy inspirador para esta entrada, además de gozoso al poder ver cómo algunos animales se acercaban curiosos a ver qué hacía alguien paseando por allí a aquellas horas.
(lo de las firmas aún voy controlándolo, las que salen más grandes es por el tamaño de foto, la firma es el mismo tamaño. Ya mi asesor me explicará, que hoy está en huelga)

martes, 28 de octubre de 2014

Lo confieso, me rindo al marketing…



Sí, creo que alguna vez lo he mencionado, pero he de reconocer que a mí las cosas bonitas me vuelven loca. No me refiero a que pierda la cabeza por  grandes marcas, modas, tendencias, etc. No, lo que a mí me pasa es que se me hace la boca agua con cierto tipo de decoración, motivos, dibujos, prints…  Como me dicen por aquí: “soy el deseo de cualquier director de marketing, soy la víctima perfecta”. A mí me ponéis un puñado de estiércol metido en una cajita bien presentada y, a poder ser, con algún motivo de tartán (cuadros escoceses) de cualquier color y yo os lo compro. Así, con total convencimiento y sin ningún tipo de criterio más allá del estético. La parte buena de esta obsesión es que no soy nada impulsiva con las compras, quiero decir, que paso por delante de algo precioso que capta mi atención, lo miro, remiro, suspiro, lo deseo, suspiro otra vez… pero luego empiezo a sentir la presión de mi lado sensato que me dice “no gastes en caprichos innecesarios”, “son lujos capitalistas”… y termino yéndome con las manos vacías. Luego hay veces que, una vez en casa, el deseo persiste y me hace volver semanas después, cuando he ahorrado, y compro el objeto que lleva semanas rondando mis sueños cada noche. Aunque claro, también hay veces que, para cuando vuelvo, ha habido otra persona más rápida en decisiones que yo y me quedo sin él (con esto último tendría varios ejemplos, dos de ellos en Londres, las Navidades pasadas. Pero eso ya lo contaré otro día).
chuches de los libros de Harry Potter

 
Uno de los puntos álgidos de esta obsesión llegó con mi primera visita a los estudios de Harry Potter, imaginad un sujeto como yo plantada allí, en mitad de una tienda desmesurada, con todos los productos y cachivaches que vuestra mente pueda llegar a imaginar. Yo hiperventilaba, pero como el hiperventilar no es sinónimo de que tu cartera se vaya llenando de billetes de cien libras, pues todo quedó en una varita y un libro que fueron, y siguen siendo para mí, el mayor tesoro jamás descubierto por el hombre desde que el mundo es mundo. Así que, meses después, cuando supe que iba a volver con motivo de mi cumpleaños (imaginaos Harry Potter + decoración de Navidad= locura para mí), me llevé meses ahorrando para cuando volviera a poner mis pies en aquella tienda. Salí con un bolsón de “porquerías”, entre ellas comida.




Porque ahí es donde yo quería llegar con esta entrada, a la comida. Últimamente, es uno de los cinco grandes deseados en mi lista: libros (a poder ser de portadas bonitas), cuadros escoceses, dibujos de animales antropomorfos, tazas y comida. Pero no cualquier comida, no un bocata de sobrasada, que estará muy rico, no digo que no, pero… no me refiero a eso. Los últimos meses, me ha dado por fotografiar comida bonita, me paso los ratos poniendo la mesa, buscando la luz, etc. No soy muy buena aún con la técnica, pero me entretengo y paso un buen rato, que es de lo que se trata. Así que cada vez que entro en un supermercado temo, porque se me van los ojitos detrás de todos los estantes buscando botellas, latas, paquetes bonitos... Una de las últimas cosas que hemos cocinado ha sido una fondue de quesos, para la que compré un brócoli. Que a mí el brócoli, ni me gusta, pero me pareció que tenía una forma de árbol muy fotografiable. Así que convencí a mi comensal para hacernos con él “porque hay que comer verduras” y luego fingí que me encantó su sabor y su textura, pero que para la próxima “me bastará con mojar pan en el queso”.




Para que os hagáis una idea de hasta dónde está degenerando esta nueva afición, sólo bastaría con decir que, en la última visita de turismo que hice hace un mes, me traje de recuerdo un… ¡Bote de Ketchup! Así, con todas sus letras. ¿Dónde quedaron los llaveros, los imanes  para el frigo…? No lo sé. A mí lo que me pareció fue que ese bote de kétchup de cristal quedaría muy bonito en una foto y luego puesto de decoración en mi cocina. ¿Pero qué cocina? No sé, la que yo me imagino que tendré cuando me toque la lotería y tenga casa propia, pero yo me estoy haciendo mi “ajuar” de cosas bonitas.

Pues puestos en antecedentes, vayamos a la lectura, que es de lo que se suponía que iba a hablar antes de contaros la historia de mi vida. Hace unas semanas, un viernes, para ser exactos, iba paseando por el centro de la ciudad. Mientras andábamos, iba explicando que esa noche iba a empezar a leer Matilda de Roal Dahl en inglés, apoyándome en un audio libro leído por la mismísima Kate Winslet, que compré en la Waterstones de Oxford.




Y, de repente ante mis ojos, como si la hubiesen construido en ese momento sólo para que yo sucumbiera al pasar por la puerta, una tienda de productos americanos. Me tiré de cabeza y sin brazos por delante para proteger la mollera. Si la puerta de cristal no llega a estar abierta me dejo allí los morros. Inspeccioné todo, de arriba abajo: salsas, recipientes grandes, patatas fritas, sirope de arce… Y cuando ya creía que no podía haber nada mejor, allí estaba bien colocada, coloreada con vivos colores, perfumada con un aromático e irresistible olor, fotografiable al 100%... cumplía todos los requisitos: una tableta de chocolate Wonka, traída desde la misma fábrica de Mr. Wonka.


En esos instantes, volví a la disputa interior de “no, da igual, el chocolate de marca blanca que hay en casa también está muy rico…”, “tampoco me muero por probar ese maravilloso sabor de crème brulée” (mentira cochina todo). Pero para disuadirme y llevarme por el mal camino, entró en escena el “aspirante a santo del año”. Sí, Heavy-chef me la compró, no sin antes recordarme la de veces que había querido regalarme algo por lo que había suspirado, yo había dicho que no, luego me había arrepentido, habíamos vuelto y ya no estaba. 

Así que, tras la tienda de productos americanos, fuimos a la librería y se vino como regalo otra obra de Roal Dahl, Charlie y la fábrica de chocolate, en inglés (para justificar que no era capricho, que eso era ¡ESTUDIO!).

Y así pasé la noche del viernes y todo el fin de semana, leyendo una de las obras más tiernas de Roal Dahl y saboreando el maravilloso chocolate Wonka. 




Bueno, poco a poco vuelvo a escribir entradas, en ésta he tirado la casa por la ventana y os he contado media vida. Espero no haberos aburrido, porque al final de lo que menos he hablado ha sido del libro en sí, pero la palabra con que recuerdo el libro es “delicioso”.
Espero que tengáis una buena semana, yo me voy a carvar calabazas, otra afición muy estética  y muy americana que adquirí en Inglaterra el año pasado y que pienso conservar ¡Vivan los americanos y su marketing!
Las fotos están hechas por la menda lerenda (era obvio, si no, no habría tenido la poca vergüenza de firmarlas). La segunda está hecha con un móvil, por eso sale con formato raro. Mi asesor técnico ha salido y no volverá hasta dentro de un par de horas así que... me perdonan, pero estaba deseando publicar.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Las Dos Torres, J. R. R. Tolkien



¡Ya estoy de vuelta! Ha pasado un poco más del tiempo previsto (he vuelto ya a España), pero retomamos la actividad como si no hubiese transcurrido ni un solo día.

El Lapin tenía algo de polvo así que he entrado abriendo ventanas para airear la estancia y que entrase el aire fresco de este final de verano. Tenía un autor reservado desde hacía tiempo, con una trilogía que dejé incompleta no porque no me gustase, sino todo lo contrario, por “miedo a que se acabase”. Había leído el Hobbit, la Comunidad del Anillo y no quería que la Tierra Media terminase para siempre, motivo por el cual lo reservé. Mientras tanto fui acercándome a Tolkien leyendo varias biografías.


En mitad del verano cogí prestado la edición de Heavy Chef de Las dos Torres y me sentaba cada mañana, después de ver el amanecer, a leer. Así, el Lapin volvía a transportarse a esa Tierra Media tan atemporal. Con mi capa élfica puesta, aparecí en el bosque donde la Compañía del Anillo se separa y todos prosiguen con sus diferentes destinos. Lo mismo estaba con Pipin y Merry, que me llevaron a conocer al gran Bárbol y la historia de los pastores de árboles; que me encontraba junto a Sam y a Frodo intentando alentarles en su camino por los más escarpados riscos y ansiando advertirles, sin mucho éxito, de cuáles eran los peligros que les iban a acechar de camino a Mordor. He pasado el mes de agosto paseando en la grupa del caballo de Trancos (sí, podría haber cabalgado con Gandalf o con Légolas, pero mi imaginación es mía y elijo ir con Aragorn), recorriendo los caminos pedregosos de las cadenas montañosas hasta llegar a las faldas de éstas y adentrarnos en los valles, buscando el camino hacia Isengard para plantar batalla a Saruman.
Postales de Tolkien, las de la izquierda compradas en el Eagle and Child y la de la derecha fue un hermoso regalo de una queridísima amiga.


Era una historia que necesitaba, para volver a estar rodeada de buenos amigos. He disfrutado con cada conversación, con cada minuciosa descripción del maestro Tolkien, he descansado con cada parada que hacían, he olfateado el humo de sus pipas, he sentido sus miedos y he reído con sus alegrías.

Tras acabarla, vuelvo a remolonear en sus paisajes, imaginando a Tolkien contándole la historia a su grupo de amigos mientras tomaban un té en el Eagle and Child de Oxford. Iría corriendo a por la última entrega de la obra, pero… la dejaré reposar, esperar su momento, el momento en el que su historia vuelva a extender un velo de seda por cada rincón de mi cabeza, cobijándola de la vida real.

Me ha costado muchos días escribir esta entrada  y, ni aún así, me ha quedado como me hubiese gustado, pero poco a poco iré volviendo a la fluidez que tenía antes (o eso espero).
Mil gracias a todas las que habéis estado siempre ahí, las que os habéis preocupado por escribirme un email, o los que simplemente hayan tenido un momento para pensar en mí.

Las tres fotos las ha realizado una servidora.