Abro el armario corriendo, no he debido escuchar el despertador, pero tendría que haberme levantado hace tres cuartos de hora. Cojo la blusa blanca con el estampado celeste que aún no he estrenado. Soy ese tipo de personas que, sin un motivo razonable, reservan la ropa que le gusta para ocasiones especiales, tanto que a veces las prendas pasan un año entero en el ropero con la etiqueta puesta. Creo que tengo la sensación de que viviré eternamente, si fuera más consciente del incoherente ritmo de la vida, quizás lo estrenaría todo el mismo día de la compra.
Voy anudándome los cordones de los zapatos mientras desciendo en el ascensor, haciendo malabarismos para pulsar el botón de la planta baja con el codo, todo ello sin dejar caer el bolso que aún llevo con la cremallera sin cerrar, tras haber metido las llaves de casa en él. Por fin aterriza el ascensor y me doy la vuelta hacia el espejo, justo antes de que se abran las puertas.
Tal que Bridget, más o menos |
- ¡Vaya pelos!- pienso, mientras me desenredo introduciendo los dedos en los mechones más salvajes- En cuanto pase por un supermercado, me compro un peine para el bolso- me digo. Aunque desecho la idea al instante, ya tengo peines en casa y no hago uso de ellos; y no porque los reserve para una ocasión especial como la ropa, es que no me gusta peinarme, lo veo una pérdida de tiempo.
Llego al Lapin justo a tiempo para recibir a mi invitada, que viene perfectamente conjuntada con una gabardina beige muy primaveral, un sombrero de campana color gris a juego con unos mocasines de idéntico color. Tanto su físico como sus modales al saludar denotan su educación inglesa. Con el té ya servido, le explico lo contenta que estoy de poder conocerla, por fin, tras mucho tiempo esperando su visita.
Ella, haciendo gala de su elocuencia, comienza a contarme, como si de un diario se tratara, su día a día en un enclave provinciano anglosajón rodeada de su marido Robert, sus hijos Robin y Vicky, Mademoiselle (que cuida de su hija Vicky, que aún no está escolarizada), el servicio y las amigas de la zona.
Algo va mal. No puede ser, ésta no es la historia que María y Magrat contaron en su blog acerca de “La formación de una marquesa”. Me armo de valor y le pregunto, aunque sé que es algo indecoroso.
- Perdone, ¿usted no trabaja para una marquesa?- pregunto con un hilo de voz.
- ¿Trabajar para una marquesa? ¿Qué diría Lady B. si te escuchara?- responde realmente ofendida.
Le pido que me dispense un momento y me dirijo a la barra del Lapin para verificar con el camarero la carta que mandé como invitación a Frances Hodgson Burnett, autora de “La Formación de una marquesa”. Efectivamente, como me temía, cuando le escribí la nota al camarero con las señas de la autora a quién debía invitar, me equivoqué. No sé cómo pasó, no sé en qué estaría yo pensando, pero a quien, en realidad, convoqué fue a E.M. Delafield autora de “Diario de una dama de provincias” (del que Marie había hecho esta reseña)
Volví a la mesa, algo decepcionada, aunque haciendo gala de toda la hipocresía que pude reunir por el camino. Al principio, sus quehaceres diarios, sus conversaciones con la mujer del párroco o su preocupación por los bulbos que no conseguía hacer florecer, no me interesaron mucho. Sin embargo, pasada la primera decepción y aceptada la realidad de que me había equivocado de libro cuando lo pedí como regalo de reyes, la lectura del diario de esta provinciana fue mejorando. Sobre todo, después de frases rebosantes de realidad como ésta:
"Qué poco se parece esto a la pintoresca convalecencia de las novelas, cuando la visión de unas flores de la primavera, el sol y de qué sé yo qué más viene a alegrar a la heroína. Nunca se mencionan impuestos municipales ni nada por el estilo".
Su humor negro y su ironía me fueron conquistando cada vez más y las páginas de su diario iban pasando con rápidez. Casi nos llegamos a hacer buenas amigas, incluso albergo la convicción de que si la reencarnación existe, yo en otra vida tuve que ser esa dama de provincias. Me vi muy reflejada en esa mente contestataria (y digo mente, no boca, porque al igual que ella, termino callándomelo todo) y, aún más incluso, en la incapacidad para hacer brotar las plantas. Todas se me mueren y creo que es por la poca utilidad que le veo a eso de tener plantas. Donde otros ven belleza y salud, yo veo un foco de bichos y posibles pulgas para mi perra. Así que creo que todas mis macetas perciben mi animadversión y se hacen las muertas cuando las miro.
La protagonista del libro me dice que debe volver a casa, pues su hijo Robin vuelve ya del colegio a pasar las vacaciones. La dejo marchar, agradeciéndole mucho la visita, pero también, ahora que somos amigas, tomándome la libertad y regañándole un poco por todas esas veces que compra impulsivamente, aun sabiendo que le debe dinero al carnicero o a alguna modista.
Me he extendido bastante con la reseña del “Diario de una dama de provincias” pero, a pesar de mi equivocación y de lo violento de nuestras primeras páginas de encuentro, lo recomiendo muchísimo para pasar un rato divertido. No es un libro de carcajadas, pero sí de un humor mordaz. Te terminas identificando con la protagonista, odiando a la ostentosa vecina Lady B., sufriendo a la rebelde cocinera, enfrentando los convencionalismos sociales con buena cara, etc.
Espero que disfrutéis mucho de su lectura cuando os acerquéis a la vida de esta provinciana. (Las fotos de esta entrada son todas cogidas de internet). Creo que el tamaño de letra es demasiado pequeño, pero no sé cómo cambiarlo a uno intermedio. Siento ser la causante de crearos más dioptrías con esta entrada de letra menuda.