jueves, 16 de abril de 2015

La formación de una Marquesa... pero no.

Abro el armario corriendo, no he debido escuchar el despertador, pero tendría que haberme levantado hace tres cuartos de hora. Cojo la blusa blanca con el estampado celeste que aún no he estrenado. Soy ese tipo de personas que, sin un motivo razonable, reservan la ropa que le gusta para ocasiones especiales, tanto que a veces las prendas pasan un año entero en el ropero con la etiqueta puesta. Creo que tengo la sensación de que viviré eternamente, si fuera más consciente del incoherente ritmo de la vida, quizás lo estrenaría todo el mismo día de la compra.

Voy anudándome los cordones de los zapatos mientras desciendo en el ascensor, haciendo malabarismos para pulsar el botón de la planta baja con el codo, todo ello sin dejar caer el bolso que aún llevo con la cremallera sin cerrar, tras haber metido las llaves de casa en él.  Por fin aterriza el ascensor y me doy la vuelta hacia el espejo, justo antes de que se abran las puertas.

Tal que Bridget, más o menos 


-   ¡Vaya pelos!- pienso, mientras me desenredo introduciendo los dedos en los mechones más salvajes- En cuanto pase por un supermercado, me compro un peine para el bolso- me digo. Aunque desecho la idea al instante, ya tengo peines en casa y no hago uso de ellos; y no porque los reserve para una ocasión especial como la ropa, es que no me gusta peinarme, lo veo una pérdida de tiempo.

Llego al Lapin justo a tiempo para recibir a mi invitada, que viene perfectamente conjuntada con una gabardina beige muy primaveral, un sombrero de campana color gris a juego con unos mocasines de idéntico color. Tanto su físico como sus modales al saludar denotan su educación inglesa. Con el té ya servido, le explico lo contenta que estoy de poder conocerla, por fin, tras mucho tiempo esperando su visita. 
Ella, haciendo gala de su elocuencia, comienza a contarme, como si de un diario se tratara, su día a día en un enclave provinciano anglosajón rodeada de su marido Robert, sus hijos Robin y Vicky, Mademoiselle (que cuida de su hija Vicky, que aún no está escolarizada), el servicio y las amigas de la zona.

Algo va mal. No puede ser, ésta no es la historia que María y Magrat contaron en su blog acerca de “La formación de una marquesa”. Me armo de valor y le pregunto, aunque sé que es algo indecoroso.

-     Perdone, ¿usted no trabaja para una marquesa?- pregunto con un hilo de voz.
-    ¿Trabajar para una marquesa? ¿Qué diría Lady B. si te escuchara?- responde realmente ofendida.





Le pido que me dispense un momento y me dirijo a la barra del Lapin para verificar con el camarero la carta que mandé como invitación a Frances Hodgson Burnettautora de “La Formación de una marquesa”. Efectivamente, como me temía, cuando le escribí la nota al camarero con las señas de la autora a quién debía invitar, me equivoqué. No sé cómo pasó, no sé en qué estaría yo pensando, pero a quien, en realidad, convoqué fue a E.M. Delafield autora de “Diario de una dama de provincias” (del que Marie había hecho esta reseña)




Volví a la mesa, algo decepcionada, aunque haciendo gala de toda la hipocresía que pude reunir por el camino. Al principio, sus quehaceres diarios, sus conversaciones con la mujer del párroco o su preocupación por los bulbos que no conseguía hacer florecer, no me interesaron mucho. Sin embargo, pasada la primera decepción y aceptada la realidad de que me había equivocado de libro cuando lo pedí como regalo de reyes, la lectura del diario de esta provinciana fue mejorando. Sobre todo, después de frases rebosantes de realidad como ésta:

"Qué poco se parece esto a la pintoresca convalecencia de las novelas, cuando la visión de unas flores de la primavera, el sol y de qué sé yo qué más viene a alegrar a la heroína. Nunca se mencionan impuestos municipales ni nada por el estilo".


Su humor negro y su ironía me fueron conquistando cada vez más y las páginas de su diario iban pasando con rápidez. Casi nos llegamos a hacer buenas amigas, incluso albergo la convicción de que si la reencarnación existe, yo en otra vida tuve que ser esa dama de provincias. Me vi muy reflejada en esa mente contestataria (y digo mente, no boca, porque al igual que ella, termino callándomelo todo) y, aún más incluso, en la incapacidad para hacer brotar las plantas. Todas se me mueren y creo que es por la poca utilidad que le veo a eso de tener plantas. Donde otros ven belleza y salud, yo veo un foco de bichos y posibles pulgas para mi perra. Así que creo que todas mis macetas perciben mi animadversión y se hacen las muertas cuando las miro.

La protagonista del libro me dice que debe volver a casa, pues su hijo Robin vuelve ya del colegio a pasar las vacaciones. La dejo marchar, agradeciéndole mucho la visita, pero también, ahora que somos amigas, tomándome la libertad y regañándole un poco por todas esas veces que compra impulsivamente, aun sabiendo que le debe dinero al carnicero o a alguna modista.

Me he extendido bastante con la reseña del “Diario de una dama de provincias” pero, a pesar de mi equivocación y de lo violento de nuestras primeras páginas de encuentro, lo recomiendo muchísimo para pasar un rato divertido. No es un libro de carcajadas, pero sí de un humor mordaz. Te terminas identificando con la protagonista, odiando a la ostentosa vecina Lady B., sufriendo a la rebelde cocinera, enfrentando los convencionalismos sociales con buena cara, etc.


Espero que disfrutéis mucho de su lectura cuando os acerquéis a la vida de esta provinciana. (Las fotos de esta entrada son todas cogidas de internet). Creo que el tamaño de letra es demasiado pequeño, pero no sé cómo cambiarlo a uno intermedio. Siento ser la causante de crearos más dioptrías con esta entrada de letra menuda.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Recuerdos de Austen en los últimos coletazos del invierno.




Desde la ventana del Lapin, por donde cada vez más comienza a abrirse paso la luz del sol que anuncia el buen tiempo y los días más largos, observo el cielo con la mirada algo perdida entre esas nubes blancas que se dejan arrastrar por el poco viento que sopla. Me gusta este tiempo meteorológico, me reconforta que el sol me caliente los huesos, casi siento su vitamina en la piel. Quizás sea por eso que siempre me veo más guapa en primavera, a lo mejor, incluso más guapa de lo que realmente soy, pero me da igual. 



 
Mi reflejo en la ventana  (que ya va necesitando la limpieza de vidrieras que hago cada vez que acaba el invierno) me devuelve una imagen pálida. O peor, amarillenta. No sé en qué momento de mi vida pasé de ser una joven lozana y vivaracha a un oso pardo que pasa los inviernos hibernando. Por inviernos, como ya sabéis, entiéndase sólo enero y febrero (diciembre, es el verano de mis inviernos). 
Yo, que he salido en mis años de instituto desde el viernes a las seis de la tarde que llegaba del colegio hasta el domingo a las doce de la noche que nos cerraban la discoteca del pueblo. Yo, que cada año elucubraba diferentes teorías pitagóricas para explicarle a mis padres que la madrugada en la que se cambiaba la hora de los relojes me tenían que permitir recogerme una hora más tarde.  Yo, que he llegado a salir con una bolsa de agua caliente en el bolso para calentarme las piernas y poder sentarme en las terrazas en invierno sin entumecerme. Yo, que he hecho botellón (siendo abstemia), en pleno invierno hasta las cuatro de la mañana con la única motivación de estar en la calle y hacer vida social. Yo, que en todas las actualizaciones de google street me han pillado saliendo o entrando de mi casa (lo prometo, la última me la mandó un amigo el otro día.  No la pongo como prueba de que no exagero porque igual mañana se me llena la casa de admiradores y ramos de flores y yo acabo de pasarle la fregona a los escalones y paso de que me pisen lo fregado). Pues bien, no sé cómo, ese “yo” ha desaparecido. Ha escapado de la jaula de mi cuerpo y me ha dejado en su lugar a un vejestorio que no ha salido ni una sola noche de invierno (durante el día sí, para qué os voy a mentir). Hasta he aprendido a hacer crochet, no os digo más. Una manta de cuadros me he hecho en mis noches de sábado. 


Pues esta desidia de la que os hablo se ha apoderado de mí hasta límites inabarcables, incluyendo la lectura. Me he dedicado a leer obras infantiles en inglés, tareas que no me requiriesen el más mínimo esfuerzo intelectual; y a ver series policiacas americanas, unas tras otras. He adquirido un vocabulario anglosajón sobre delitos, comisarías, armas y demás, que estoy por presentarme a unas oposiciones en algún departamento estadounidense de las fuerzas del orden.

Y en éstas andaba yo, cuando decidí citar a alguien para que me hablara de una de mis autoras favoritas, Jane Austen. Prometo que puse todo mi entusiasmo en arreglar la mesa del Lapin. Coloqué un mantel blanco de algodón egipcio, una tetera que me regalaron en Oxford, con tazas blancas y unos bollos recién horneados. Y puntual, al té del mediodía, hacía su entrada el sobrino de Jane Auste, James Edward Austen-Leigh. 

La imagen era la de un hombre formal, distante, correcto, pero quizás algo indolente. Comienza a narrarme la que dicen que fue la primera biografía de mi querida Jane. Lo escucho de la manera más apasionada que sé, incluso habiendo empezado advirtiéndome que no son muchos los datos que maneja… 


Tras un rato de su narración, me encuentro dándole vueltas a la cuerdecita del té alrededor de la cuchara, observando cómo caen las gotas, ya frías, encima del platillo de porcelana que actúa como base. No sé si es porque él se va por las ramas con familiares lejanos de los que yo nunca había escuchado hablar. Quizás sea mi actitud abúlica. Pero el señor Austen-Leigh, me aburre. Mis ojos siguen clavados en los suyos, pero si dejara un momento de hablar sobre bisabuelos, o de cómo él consiguió su título nobiliario, o intentar justificar que Jane Austen no pertenecía a la burguesía (a ver, que yo la quiero mucho, pero tampoco creo que tuviese las uñas negras de restregar el suelo limpiando)… Quizás, si dejara de liarse tanto, se percataría que mis pupilas dilatadas están totalmente inertes. No le enfocan.
Mi mente se ha ido a otro lugar en mi imaginación, donde he colocado a Austen-Leigh a un lado de la mesa y a George R.R. Martin a otro, y me dedico a esperar a ver quién de los dos cae antes desfallecido al suelo, debido a la deshidratación fruto de la verborrea sin límite a la hora de hablar de lazos familiares (de personajes reales en el primer caso, de personajes ficticios en el segundo). 


Chawton

 
Los únicos momentos en los que ha captado mi atención de verdad, ha sido cuando me ha mostrado alguna de las cartas que escribió Jane Austen (una de ellas al propio príncipe de Gales, que era un apasionado de sus novelas), o cuando ha mencionado Chawton como una casa que el lector no debe visitar porque ya no queda nada de lo que fue cuando Jane la habitaba. En esto último, tengo que llevarle la contraria. Quizás porque ha sido rehabilitada o por algún otro motivo, Chawton sigue mostrando hoy un gran esplendor, y creo que todo amante de Jane Austen quedaría encantado con la visita.

Me he alargado muchísimo pero, en resumidas cuentas, lo que os he querido contar es que sólo salvo la parte donde se encuentran algunos fragmentos de la correspondencia de la señora Austen. Puede que esta apreciación se deba a mi actitud apática de los últimos meses, no lo sé. Lo que sí sé es que yo no tengo sobrinos. Pero si el día de mañana, alguno de mis sobrinos escribiese una biografía mía tan sosa y con tan pocas demostraciones de afecto, juro que me levantaría de la tumba emulando la película “El Cuervo” y me pondría a repartir sopapos a diestro y siniestro a cada miembro familiar que hubiese permitido aquello.


Ya comenzamos los paseos delante del mar

Y sé, que muchas de vosotras sois amantes y defensoras fieles de todo lo que huela a Jane Austen, así que espero no haber herido muchas sensibilidades. Si queréis, podéis arrojarme piedras, la coraza de escarcha y palidez que ha dejado el invierno en mi piel me protegerá.


Un beso a todas! En breve paso por todos vuestros blogs para empaparme de vuestras palabras y recomendaciones.